
En el relato de Lucas sobre la vida y las enseñanzas del Señor Jesús, explica cómo los principales sacerdotes, los maestros de la ley y los ancianos conspiraron contra el MesÃas. Su objetivo era desacreditar a Jesús ante la multitud mientras enseñaba en los atrios del Monte del Templo. Lanzaron el siguiente ataque:
20Vigilándolo de cerca, enviaron espÃas que fingÃan ser honestos. Esperaban pillar a Jesús en algo que dijera para poder entregarlo al poder y la autoridad del gobernador. 21Asà que los espÃas le preguntaron: «Maestro, sabemos que tú hablas y enseñas lo que es correcto y que no muestras parcialidad, sino que enseñas el camino de Dios siguiendo la verdad. (Lucas 20:20-21).
Esperaban poder atraparlo utilizando sus propias palabras y enseñanzas en su contra. Jesús ya los habÃa silenciado y habÃa contado una parábola que se centraba en sus planes para matarlo (Lucas 20:1-19). Su respuesta fue buscar «una manera de arrestarlo inmediatamente» (20:19). ¿Por qué de inmediato? TemÃan perder sus planes religiosos para ganar dinero después de que el Señor volcara las mesas de los cambistas y les impidiera vender en los atrios del templo. Los que estaban en el poder, la élite religiosa, no podÃan renunciar a su control; habÃa demasiado dinero, poder y autoridad en juego. Decidieron atacar a Jesús de nuevo; esta vez, serÃa por la cuestión de los impuestos impuestos a Israel por las autoridades romanas. Si lograban que dijera algo en contra del pago de impuestos, podrÃan decirle al gobernador romano que era un rebelde contra el Estado y que debÃa ser ejecutado.
Los lÃderes entre ellos enviaron a algunos de sus asociados, los espÃas (v. 21), para que lo vigilaran de cerca, sin duda tomando nota de cada una de sus palabras. Pensaron que podrÃan apelar a su orgullo halagándolo, tratando de ganarse la confianza de sus seguidores antes de hacerles preguntas. La palabra traducida como «fingÃan» (v. 20) en la NVI proviene de la palabra griega hypokrinomai, que significa desempeñar el papel de imitador o actor. La palabra hipócritaproviene de la raÃz de esta palabra. El enemigo enmascara sus motivos utilizando la adulación para apelar al orgullo del hombre. Esperaban que, al inflar su ego, Jesús no detectara sus verdaderos motivos ni adivinara a dónde querÃan llegar con sus preguntas. ¡Era una clásica distracción! El orgullo puede cegar a una persona ante el ataque del enemigo. Muchos ministros han superado la prueba del pecado manifiesto, pero han caÃdo rápidamente en el pecado del orgullo. C. S. Lewis escribió sobre esto en su libro Mere Christianity:
«Si alguien piensa que los cristianos consideran la impureza como el vicio supremo, está completamente equivocado. Los pecados de la carne son malos, pero son los menos malos de todos los pecados. Todos los peores placeres son puramente espirituales: el placer de hacer quedar mal a otras personas, de mandar y ser condescendiente y estropear la diversión, y de chismorrear; los placeres del poder y del odio. Porque hay dos cosas dentro de mà que compiten con el yo humano en el que debo intentar convertirme; son el yo animal y el yo diabólico; y el yo diabólico es el peor de los dos. Por eso, un santurrón frÃo y engreÃdo [una persona que demuestra una conformidad o respetabilidad exageradas] que va regularmente a la iglesia puede estar mucho más cerca del infierno que una prostituta. Pero, por supuesto, es mejor no ser ninguna de las dos cosas.[1]
El orgullo es uno de los mayores enemigos de Dios. El orgullo es lo que provocó la caÃda de Satanás (IsaÃas 14:12-17). Si quieres complacer a tu enemigo, empieza a admirarte a ti mismo. A menudo es difÃcil reconocer el orgullo en nosotros mismos, pero fácil verlo en los demás. Dios resiste a los soberbios, pero da gracia a los humildes. Siempre habrá gracia en nuestras vidas si buscamos lo mejor para los demás en lugar de elevarnos a nosotros mismos. Jesús nunca cedió al espÃritu de orgullo ni por un solo momento. Cristo aprovechó cada oportunidad para humillarse y mostrarnos el camino. Obsérvalo mientras lavaba los pies sucios y mugrientos de los discÃpulos. Obsérvalo mientras tocaba al leproso. Buscaba el lugar más bajo cuando lo invitaban a comer. No habÃa nadie más humilde que el Señor Jesús. Ten cuidado con el pecado del orgullo. Keith Thomas
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[1] C. S. Lewis, Mere Christianity, (Nueva York: Macmillan, 1986).




